A propósito del cultivo de soja y lock out agrario

Monsanto y el Che Guevara

*Por Raúl Montenegro

Qué duro es sentirse minoría en un país de falsas mayorías.
Qué duro es ver que el gobierno nacional y los ruralistas luchan entre
sí cuando son cómplices necesarios del país sojero.
Qué duro es v
er cacerolas relucientes y llenas de soja RR en el
asfalto civilizado de Buenos Aires.
Qué duro es ver las cacerolas renegridas y sin tierra de los
campesinos de Santiago del Estero.
Qué duro es ver a los estudiantes de universidades arg
entinas con sus
carteles de apoyo a los ruralistas en huelga, como si Monsanto y el
Che Guevara pudieran darse la mano.
Qué duro es recordar que esas cacerolas relucientes, esos estudiantes
movilizados y esas familias temerosas del desabastecimiento no
salieron a la calle cuando los terratenientes de este siglo XXI
expulsaron a familias y pueblos enteros para plantar su soja maldita.
Qué duro es ver la furia ruralista al amparo de re
yes sojeros como el
Grupo Grobocopatel.
Qué duro es ver el rostro reseco de doña Juana expulsada, de doña
Juana sin tierra, de doña Juana con sus muertos bajo la soja.
Qué duro es ver que se cortan las rutas para que China y Europa no
dejen de tener soja fresca, y para que Monsanto no deje de vender sus
semillas y sus agroquímicos.

Qué duro es comprobar, con los dientes apretados, y con el corazón
desierto y sin bosques, que nadie habló en nombre de los indígenas
expulsados de sus territorios, de sus plantas medicinales, de su
cultura y de su tiempo para que la soja y el glifosato sean los nuevos
algarrobos y los nuevos duendes del monte.
Qué duro es ver con las manos y tocar con los oj
os que nadie habló en
nombre de los campesinos echados a topadora limpia, a bastonazos y a
decisiones judiciales sin justicia para que ingresen el endosulfán,
las promotoras de Basf y las palas mecánicas con aire acondicionado.
Qué duro es saber que nadie habló en nombre del suelo destruido por la
soja y por el cóctel de plaguicidas.

Qué duro es comprobar que muchos productores, gobiernos y ciudadanos
no saben que los suelos sólo son fabricados por los bosques y
ambientes nativos, y nunca por los cultivos industriales.
Qué duro es saber que para fabricar 2,5 centímet
ros de suelo en
ambientes templados hacen falta de 700 a 1200 años, y que la soja los
romperá en mucho menos tiempo.
Qué duro es recordar que el 80 por ciento de los bosques nativos ya
fue destrozado y que funcionarios y productores no ven o no quieren
ver que la única forma de tener un país más sustentable es conservar
al mismo tiempo superficies equivalentes de ambientes naturales y de
cultivos diversificados.
Qué duro es observar cómo se extingue el campesi
no que convivía con el
monte y cómo lo reemplaza una gran empresa agrícola que empieza
irónicamente sus actividades destruyendo ese monte.
Qué duro es ver que el monocultivo de la soja refleja el monocultivo
de cerebros, la ineptitud de los funcionarios públicos y el silencio
de la gente buena.

Qué duro es saber que miles de argentinos están expuestos a las bajas
dosis de plaguicidas, y que miles de personas enferman y mueren para
que China y Europa puedan alimentar su ganado con soja.
Qué duro es saber que las bajas dosis de glifosato, endosulfán, 2,4 D
y otros plaguicidas pueden alterar el sistema hormonal de bebés,
niños, adolescentes y adultos, y que no sabemos cuántos de ellos
enfermaron y murieron por culpa de las bajas dosis porque el Estado no
hace estudios epidemiológicos.
Qué duro es saber que los bosques y ambientes nativos se desmoronan,
que las cuencas hídricas donde se fabrica el agua s
on invadidas por
cultivos y que la Argentina está exportando su genocidio sojero a la
Amazonia boliviana.
Qué duro es comprobar que las cacerolas relucientes son más fáciles de
sacar que las topadoras y el monocultivo.
Qué duro es comprobar que en nombre de las exportaciones se violan
todos los días, impunemente, los derechos de gen
eraciones de
argentinos que todavía no nacieron.
Qué duro es ver las imágenes por televisión, los piquetes y las
cacerolas mientras las almas sin tierra de los campesinos y los
indígenas no tienen imágenes, ni piquetes, ni cacerolas que los
defiendan.
Qué duro es comprobar que estas reflexiones escritas a medianoche sólo
circularán en la casi clandestinidad mientras Mo
nsanto gira sus
divisas a Estados Unidos, mientras las topadoras desmontan miles de
hectáreas en nuestro Chaco semiárido para que rápidamente tengamos 19
millones de hectáreas plantadas con soja, y mientras miles de niños
argentinos duermen sin saber que su sangre tiene
plaguicidas, y que su
país alguna vez tuvo bosques que fabricaban suelo y conservaban agua.
Muy cerca de ellos, las cacerolas abolladas vuelven a la cocina.

* El autor es biólogo, Premio Nobel Alternativo (Estocolmo, Suecia) y
profesor titular de Biología Evolutiva en la Uni
versidad Nacional de Córdoba.

 
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